Uno de mis artículos preferidos de todos los tiempos y que no me canso de recomendar es ‘La bestia que habita en mí’, publicado en The New York Times por Maxim Loskutoff en 2018.
De manera resumida, el artículo recoge la experiencia del autor y su pareja en su visita al Parque Natural de los Glaciares de Montana, Estados Unidos, cuando se vieron sorprendidos por una osa, que hizo a Maxim experimentar el más puro y absoluto terror al darse cuenta que la bestia les perseguía.
Pero la osa dio a Maxim un regalo, el de reconectarse con su naturaleza perdida: “Varias cosas me pasaron por la cabeza en un solo instante: me di cuenta de que la osa nos seguía, de que nos quería comer y de que yo era un animal“, escribió.
De ese artículo me gusta todo. También la hermosa ilustración de la osa omnipotente pintada del color de la frondosidad de los abetos locales. Y sobre todo me gusta que la experiencia que explica Maxim había ocurrido en 2012, esto es, seis años antes de escribir el artículo. Eso da buena cuenta de lo impactante que fue aquel día para él. Tanto que, seis años después, su recuerdo es aún fresco, trepidante e intenso.
Para quien no lo sepa, los rinocerontes, elefantes, tigres y cocodrilos campan a sus anchas sin vallas, caminos ni barreras para los visitantes.
Pero el artículo de Maxim no va sobre la naturaleza ni sobre los osos, sino sobre la vida y el miedo. Yo he vivido dos experiencias similares en la naturaleza. Una de ellas sucedió hace más de un año en el Parque Nacional de Chitwan, en Nepal. Para quien no lo sepa, los rinocerontes, elefantes, tigres y cocodrilos campan a sus anchas sin vallas, caminos ni barreras para los visitantes. Bueno, salvo una parte de criadero de elefantes. Pero el resto es una locura y la estrella local es el rinoceronte. Tanto es así que en YouTube se pueden encontrar varios vídeos que muestran a rinocerontes de Chitwan atacando, embistiendo y también matando a quienes se acercan demasiado.
Recuerdo que nos alojamos en un recinto situado dentro del parque natural y que la contraseña del precario wifi era ‘tigers zone’.
Yo quise celebrar mi 40 cumpleaños en Chitwan porque resumía mi manera de estar en el mundo en aquel momento. Llegué en diciembre de 2018 acompañada de Lakpa. Recuerdo que nos alojamos en un recinto situado dentro del parque natural y que la contraseña del precario wifi era “tigers zone”. OK.
La tarde de mi cumpleaños, un biólogo local nos llevó a dar un paseo hasta la orilla del río para ver a los animales salvajes acercarse a beber al final del día. Fuimos a pie. Yo había leído que los rinocerontes superan los 50 km/hora corriendo. Hay que pensar que Usain Bold llega a un máximo de 45 km/h. Y yo… en fin. Yo creo que debo correr en velocidad incluso negativa. Respiré aliviada cuando vi que en nuestro pequeño grupo había un asiático de unos 120 kilos, 130 contando todos los gadgets que llevaba colgando de todas partes. Como se dice habitualmente, no hay que correr más rápido que el león, sino ser más rápido que el más lento que te acompañe. Que Dios me perdone, pero welcome to the jungle.
Nos abrimos paso por la selva y vimos cocodrilos, toda clase de pájaros y ciervos. Pero lo que no vimos fue al inmenso rinoceronte oculto tras unos arbustos, a apenas 15 metros de donde estábamos.
Nos abrimos paso por la selva y vimos cocodrilos, toda clase de pájaros y ciervos. Pero lo que no vimos fue al inmenso rinoceronte oculto tras unos arbustos, a apenas 15 metros de donde estábamos. El animal sacó la enorme cabeza por entre las ramas y nos miró, comenzando a caminar para situarse justo enfrente de nosotros. Es decir, para embestirnos.
En aquel momento sólo pensé en que al biólogo le habría pasado esto un millón de veces y que sabría qué hacer. Le miré fijamente para leer en su cara cualquier atisbo de solución RÁPIDA. Pero al parecer, ya no quedaba margen de reacción. Nunca olvidaré su cara llena de sudor y sus ojos fuera de las órbitas cuando nos gritó desesperadamente: ¡CORRED!
Joder con la solución.
Nunca en mi vida corrí tanto. Me atrevería a decir que incluso llegué a los 51 km/h y probablemente nadie sepa que aquel día hice un récord mundial. Confié en que el asiático nos sacaría de aquello. Por el rabillo del ojo vi a dos encaramarse a un árbol. Terror puro. Madre mía, MADRE MÍA. Aquello estaba pasando. Tenía pánico a mirar atrás pero, sobre todo, a tropezar. ¿Por qué demonios había elegido aquello? ¿Por qué no me funcionaba la tarta, la fiesta y que me regalaran un jersey? Eres rara, haces cosas extrañas, la gente tiene razón.
El rinoceronte me recordó que yo era simplemente un animal que había ocupado su territorio y que, si había olvidado las leyes de la selva y de la naturaleza, ese era mi problema.
Llegó un momento que ya no podía correr ni respirar más y me detuve, asumiendo las consecuencias. Me giré lentamente, en el mayor acto de fe de mi vida. El rinoceronte estaba de nuevo a unos 20 metros. Quieto. Nos había perseguido y nos había intentado embestir. Tras unos segundos inmóvil, se dio la vuelta en dirección a los arbustos.
Durante los siguientes minutos nos fuimos encontrando y reagrupando. Todos teníamos bastante mala pinta. El asiático apareció en shock, chorreando sudor, con los pantalones caídos y sin darse cuenta de que iba con la camiseta subida por encima de su inmensa barriga.
Aquel fue el mejor peor día de mi vida. Como a Maxim con su osa, el rinoceronte me recordó que yo era simplemente un animal que había ocupado su territorio y que, si había olvidado las leyes de la selva y de la naturaleza, ese era mi problema. Mientras corría no pensé en nada más que en sobrevivir y sólo tengo el recuerdo de verlo todo de un verde claro, luminoso y cegador, que es el color de la selva en Chitwan.
Aquella noche Lakpa y yo celebramos mi cumpleaños y también la vida junto a una hoguera, rodeados de los extraños aullidos de los zorros que nos observaban escondidos a pocos metros, entre los primeros árboles del bosque. ¡Aúuuua-uáaaa! Ya relajados, nos repetíamos una y otra vez los detalles de aquel día, muriéndonos de risa. Imitábamos al biólogo gritando ¡CORRED! y brindábamos por el asiático que nos habría salvado la vida sin saberlo. Eché unas maderas al fuego y sonreí con la mirada en llamas. Aquel día vi lo que ven los animales salvajes justo antes de morir.
Artículo originalmente publicado en La Sociedad del Viento.