Cuando regresé de mi primer viaje al Campo Base del Everest en octubre de 2017 no podía imaginar que, cuatro años más tarde, estaría invitando a muchos amigos y amigas a vivir la misma aventura que yo viví en distintos lugares de las fascinantes tierras nepalíes.
Volví con la cabeza llena de cosas nuevas, enriquecedoras, algunas profundas y otras livianas como dibujar en la nieve o escapar riendo de un repentino aguacero en los Himalayas, y con el recuerdo hecho sonrisa gracias a personas que allí conocí y que hoy puedo decir que son mis amigos y, también, ahora son mi familia.
En aquel primer viaje saqué la foto que ilustra este artículo, la del pequeño sherpa en su casa ante la cortina estampada con el nudo infinito del budismo.

Quien haya estado alguna vez por allí sabe perfectamente de la generosidad y entrega de los sherpas y las otras etnias de las montañas, como los rai o los chhetri, entre muchas otras. Son personas sencillas, alegres, que aún estando tristes prefieren cantar para no angustiar al resto, porque el bienestar del grupo, del clan, está por encima de uno mismo. Porque allí, el individuo no es nada.
Es en esos caminos remotos a miles de kilómetros del individualismo de la ciudad y sus urgencias donde uno puede reecontrarse con la máxima de Alexander Supertramp: «La felicidad sólo lo es cuando es compartida». Mucho hay en este viaje de las Rutas salvajes, de Jack London, de Thoreau, de Emerson y otros grandes pensadores, filósofos, aventureros y escritores que amaron la naturaleza como una vía no sólo hacia la libertad sino, también, hacia una vida más intencionada.
Mucho hay en este viaje de las ‘Rutas salvajes’, de Jack London, de Thoreau, de Emerson y otros grandes pensadores, filósofos, aventureros y escritores que amaron la naturaleza como una vía no sólo hacia la libertad sino, también, hacia una vida más intencionada.
La suerte quiso que encontrase a Lakpa en mi camino y que me abriera las puertas del mítico beyul de Solukhumbu, la región del Everest. Quien haya leído nuestro SHERPAS (Ediciones del Viento) ya sabe que un beyul es una zona sagrada para los budistas, en la que no se puede ofender, engañar o dañar -a personas, animales, plantas o al entorno-, y en la que en tiempos difíciles sólo podrán refugiarse en sus valles secretos quienes sean puros de corazón. Yo no sé si pasaría esa prueba, pero caminar por esas tierras y aprender de los lugareños, como suelo decirle a Lakpa, ha llenado mi corazón de flores.

El Everest tiene nombre de mujer
En este viaje entraremos en el beyul de Solukhumbu y, si las condiciones climatológicas nos lo permiten, veremos el Monte Everest con nuestros propios ojos. Ese es, sin duda, un momento muy especial porque el Everest es un icono indiscutible de nuestro planeta. Si para nosotros es la cima de nuestro mundo, los budistas imaginan en su cumbre a una mujer a lomos de un tigre dorado, que lleva en sus manos los deseos cumplidos de quienes los merecen. Es la diosa del Everest, la diosa Miyolangsangma.

Los días previos a divisar la montaña es mágico sentir cómo todo allí está determinado por su invisible presencia. Así nació el vertiginoso aeropuerto de Lukla -que conecta la capital, Katmandú, con la región del Everest- y así se fue aclarando el camino que lleva, desde allí, hasta la montaña más alta del mundo por encima del nivel del mar, situada en la troposfera superior pero cerca de cuya cima se han encontrado fósiles de caracolas de cuando el Everest fue el fondo del mar.

La huella de los primeros expedicionarios como Edmund Hillary, Tenzing Norgay, George Mallory, John Hunt, Reinhold Messner y muchísimas otras leyendas del alpinismo internacional han mirado en diferentes tiempos hacia esa misma cima con pasión encendida.
Pero también hubo otros descubridores de rutas y creadores de caminos que, dibujando los primeros mapas, miraron hacia el suelo como Eric Shipton, quien se encontró con una supuesta huella del Yeti en 1951, la fotografió y los periódicos de todo el mundo enloquecieron con el increíble hallazgo y lo llevaron a primera página.
Parte de nuestro viaje recorre los caminos de los expedicionarios, que fundaron escuelas para que los niños y niñas de Solukhumbu tuvieran un futuro más allá de sus granjas. Una de ellas es la Edmund Hillary School, fundada por primer occidental que subió y bajó exitosamente el Everest en 1951, y que por supuesto visitaremos en nuestra aventura.
No se puede hablar de los Himalayas sin mencionar sus hermosas y ancestrales leyendas: dioses que moran en las montañas, lagos y ríos, y maestros lamas que pueden volar, que pueden ver el pasado y el futuro, y que cuando mueren se evaporan en un hermoso arcoiris. Ese es el budismo de ascendencia tibetana que respira en cada templo, hogar, valle, río y camino que recorreremos.
Las leyendas sobre el Yeti
Tampoco podemos olvidar las decenas de fábulas sobre el Yeti que muchos viejos lugareños aún explican y que hasta los más jóvenes conocen y respetan. Es mágico sentarse a cenar alrededor del fuego, o junto a la chimenea en el refugio, y dejar que nuestros amigos sherpas nos relaten con su propia voz todos esos cuentos y mitos que conforman su legado cultural milenario.
Esos relatos orales son Historia viva, porque son lo poco que ha sobrevivido a la migración desde Tíbet, como apunta Reinhold Messner, que emprendieron en el siglo XVI «unos 20.000 hombres y un número similar de yaks», cruzando el Himalaya para asentarse en el actual Nepal.

Son relatos muy antiguos que hacen soñar, reflexionar sobre nuestra vida y también sonreír, como la historia que cuentan los lugareños del pueblo de Khumjung que, hartos de que los yetis les robasen la comida, fingieron emborracharse para que lo vieran los yetis escondidos tras las colinas, que por la noche descendieron a copiar a los humanos y se emborracharon de verdad y hubo una batalla monumental entre humanos y yetis. Por supuesto, visitaremos Khumjung.
En la casa familiar de Lakpa, situada en las montañas cercanas al pueblo de KhariKhola, nos recibirá su madre, quien cocinará para nosotros con ayuda de nuestros asistentes de cocina, y que no cesará en decirnos shyé-shyé -el come-come de nuestras madres y abuelas- hasta que no podamos más. Es probable que nuestra presencia despierte expectación en el pueblo y en el monasterio budista cercano y que también visitaremos.

La madre de Lakpa también nos mostrará su huerta de trigo, patatas, ajos, cebollas, tomateras, melonares, melocotoneros, plantas de té y un sinfín de productos de sus tierras organizados en terrazas robadas a la montaña, así como su ganado, y desde una distancia prudencial nos señalará el árbol al que no hay que acercarse para no molestar al lu, el espíritu de aspecto de serpiente que desde allí vela por la casa y sus moradores.
Ese lu parece ser una adaptación del naga tibetano, la serpiente que se alzó sobre la cabeza del príncipe Siddharta en el momento de su iluminación, y que tanto se reproduce en la cultura budista de tantos países. Porque ese es otro activo de nuestro viaje: acercarnos a comprender los principales símbolos budistas y aprender a interpretarlos.
Si fuera por mí, este artículo no se terminaría nunca, así que es mejor ponerle punto y aparte aquí. Sólo me queda invitaros a hacer este viaje con Lakpa y conmigo, y agradecer la oportunidad para organizarlo de la Sociedad Histórica de Viajes y Expediciones de nuestro buen amigo y grandísimo profesional de la Historia y la aventura, Tito Vivas.
En un mundo exprimido por la prisa y la urgencia, por el mail y el teléfono, tan alejados de la naturaleza y de los elementos como estamos, reaprendamos a leer el cielo y el viento salvaje, anticipemos tormentas, veamos cuán alto está el techo del mundo, soñemos junto al fuego. Ya dijo Emerson que no es la duración de la vida, sino su profundidad.
Tienes toda la información del viaje aquí. Escríbenos si quieres más info :)
Vámonos a ver el Everest.
Lakpa y yo te estamos esperando.